Pensemos una línea en el vacío, no hay arriba o abajo, izquierda ni derecha. Pasar al otro lado, no implica entrar o salir, se trata únicamente de cambiar de posición respecto a la línea. Estoy aquí cuando antes estaba allá; estaré aquí, ahora estoy allá. Esa línea solía situarse en un espacio, el cuerpo debajo de ella: “el lugar que habito, este pequeño territorio que he delimitado con hilos invisibles, está abajo y yo estoy adentro, salir es cruzar la línea”. Pero las direcciones han desaparecido, es inútil tomar una posición y decir en voz alta “yo estoy aquí”, aquí no es ningún lugar y allá es sólo la extensión de eso, una nada infinita de límites inconcebibles. De manera que, ahora entrar es ir hacia abajo, es salir y viceversa, todo es simultáneamente posible, la única certeza es que hay una línea.

No se cuánto tiempo mirando fijamente una mancha en la esquina, apenas perceptible, tal vez la huella grasosa de un cuerpo que había reposado encima durante un tiempo que no es posible medir; la mancha me preguntó por qué despertar va después de dormir  si las palabras se organizan de otra forma en el diccionario. Pensé que ese tránsito, ir y regresar, es como saltar sobre la línea indefinidamente. Dormir y despertar es el ciclo más absurdo que he podido reconocer hasta ahora, con la vida sucediendo en medio como una verruga molesta entre las cejas.